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El origen del fuego




Hay fotos que no se guardan en cajones, sino en el corazón. Esta imagen, tomada en 1984 en Granollers, es mucho más que una escena en un restaurante: es el primer suspiro del Mundo Canela. Aquí no hay ficción, hay vida. Y en esa vida, un niño vestido de blanco, rodeado de mesas bien puestas, relojes silenciosos y platos que esperan historias.

Ese niño soy yo. Todavía no sabía que algún día escribiría libros. Todavía no sabía que el aroma de la canela sería mi talismán. Pero ya intuía que había algo sagrado en cocinar, en servir, en cuidar.

La cocina fue mi primer refugio. Mientras otros jugaban, yo aprendía a doblar servilletas, a alinear cubiertos, a escuchar el lenguaje secreto de las ollas. No era solo trabajo: era ritual. Cada gesto tenía sentido. Cada plato era una forma de decir “te veo”, “te cuido”, “te acompaño”.

Esta foto es el origen del fuego. No el fuego que quema, sino el que calienta. El que transforma ingredientes en consuelo. El que convierte el abandono en abrazo.

Granollers fue el primer escenario. El restaurante, mi primer altar. Y ese uniforme blanco, mi primer disfraz de ternura.

Mucho tiempo después, cuando escribí El niño que huele a canela, entendí que todo había empezado aquí. Que la literatura no nació en un escritorio, sino entre cucharas de madera y tazas de leche caliente. Que las cicatrices que vendrían después ya estaban siendo condimentadas con amor, aunque yo no lo supiera.

Esta imagen no es solo un recuerdo: es una promesa. La promesa de que, incluso en medio del ruido, hay espacio para la dulzura. La promesa de que un niño puede convertirse en autor sin dejar de ser niño. La promesa de que la memoria, si se cocina con cuidado, puede alimentar a otros.

Bienvenidos al blog del Niño Canela. Aquí todo huele a fuego lento. Aquí cada palabra se sirve con cariño. Aquí, como en esa foto, seguimos poniendo la mesa para que la vida se siente con nosotros.

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