Hoy me desperté con el aroma de la canela en la memoria. No venía de la cocina, sino de un recuerdo. De esos que no hacen ruido pero se quedan a vivir en el pecho.
Pensé en el niño que fui. El que se escondía en los pasillos del centro, el que fregaba ollas para no llorar, el que soñaba con una cocina propia mientras merendaba pan duro con chocolate. Ese niño aún me habita. Y hoy, más que nunca, lo escucho.
El niño que huele a canela no es solo un libro. Es una forma de decir: “Estoy aquí. Sobreviví. Y tengo algo que contar.” Es mi manera de tender la mano a quienes crecieron entre silencios, a quienes aprendieron a amar desde la ausencia, a quienes aún buscan un lugar donde sentirse vistos.
Hoy quiero agradecer a quienes ya lo han leído, a quienes se han emocionado, a quienes me han escrito diciendo: “yo también fui ese niño”. No hay mayor regalo que ese espejo compartido.
Y si aún no lo has leído, no pasa nada. El niño canela no tiene prisa. Te espera con una taza de café, una historia entre las manos y un abrazo sin palabras.
Gracias por estar. Gracias por leer. Gracias por ver al niño.
DMA

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