Hoy lo volví a ver. Sentado junto a la ventana del tren, con su maleta roja bien sujeta entre los brazos, como si dentro llevara todos los recuerdos que aún no ha vivido. Afuera, los olivos se alineaban como guardianes silenciosos, y el mundo parecía moverse despacio, solo para él.
Ese niño —el que huele a canela— no es solo un personaje. Es una presencia. Una forma de mirar, de sentir, de habitar el tiempo. En cada página del libro, lo vemos caminar entre aromas, palabras y silencios. Pero hoy, lo vi en carne y paisaje. En movimiento.
La maleta no pesa por lo que lleva, sino por lo que espera. Y él, con esa mirada que mezcla ternura y misterio, parece saber que los viajes más importantes no se hacen con los pies, sino con el alma.
Este instante, capturado en la imagen, es una extensión del libro. Una página nueva. Una escena que no estaba escrita, pero que siempre estuvo ahí, esperando ser vivida.
Porque El niño que huele a canela no termina en la última línea. Sigue viajando. Y hoy, lo hizo en tren.
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