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Hay aromas que nos acompañan sin pedir permiso. Algunos nos traen recuerdos de infancia; otros, de momentos que no volverán pero que guardamos con cariño. Para mí, la canela siempre ha sido eso: un hilo invisible que me conecta con lo que fui, con lo que siento y con quienes me enseñaron a mirar el mundo con ternura.

Hoy quiero detenerme en esos pequeños rituales que nos hacen sentir en casa. Como una taza de chocolate caliente en invierno, o unas natillas espolvoreadas con canela que huelen a domingo. Es en esos detalles donde descubrimos que la felicidad no siempre grita; a veces, susurra en forma de olor, sabor o textura.

El Niño Canela aprendió a leer los recuerdos como si fueran cartas de un viejo amigo. Y aunque la vida cambie, aunque los días se llenen de ruido, siempre hay un rincón donde podemos volver a ese aroma, a ese calor, a esa calma que parece imposible de encontrar en otro lugar.

Porque al final, todo se reduce a eso: aprender a percibir los pequeños milagros que nos rodean. Y la canela… bueno, la canela siempre nos recuerda que incluso lo simple puede ser extraordinario.


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