Hoy, mientras el calendario marca la mitad de agosto, me detengo a escuchar el murmullo de las primeras páginas que ya están viajando por manos ajenas. El libro empieza a encontrar su camino, y eso, para quien lo ha escrito, es una de las formas más bonitas de sentir que las palabras respiran.
Me gusta imaginarlo así: un lector en una terraza, con el rumor de las cigarras; otro, en una habitación en penumbra, dejando que las frases le arropen como una manta ligera. Porque los libros, cuando salen al mundo, ya no nos pertenecen: se convierten en espejo, refugio o compañía según quien los abra.
Gracias a quienes han abierto El niño que huele a canela y han decidido quedarse un rato dentro. Gracias a quienes lo recomiendan, lo regalan o simplemente lo guardan junto a sus tesoros. Cada ejemplar es una semilla.
Y, como toda semilla, necesita tierra, paciencia… y un poco de fe.
DMA

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