Había una taza en la cocina de la casa de acogida. Era blanca, con una grieta fina que la atravesaba como un río seco. Nadie la usaba. Decían que estaba rota, que no servía. Que había que tirarla.
Pero yo la elegía siempre.
La primera vez que la vi, estaba al fondo del armario, escondida entre las tazas perfectas. Las otras eran de colores brillantes, con dibujos de flores o frases motivadoras que nadie leía. Esta era simple. Blanca. Agrietada. Y por eso mismo, mía.
Cada mañana, cuando el resto de los niños aún dormían, yo bajaba a la cocina en silencio. Sacaba esa taza del armario con cuidado, como si fuera un secreto. La llenaba con leche tibia que calentaba en el microondas, y luego le añadía canela. Siempre canela.
Mientras la sostenía entre mis manos, sentía su calor atravesar la grieta. Y me daba cuenta de algo extraño: la grieta no hacía que la taza fuera menos útil. Solo la hacía diferente. Solo la hacía reconocible.
Esa taza y yo éramos iguales. Agrietados, pero aún capaces de contener algo caliente. Aún útiles. Aún vivos. Aún elegibles.
A veces, una de las educadoras entraba y me veía allí, con mi taza rota en las manos. Sonreía y no decía nada. Creo que ella también entendía que hay cosas que no se tiran, aunque estén rotas. Que hay grietas que no necesitan ser reparadas, solo aceptadas.
Las cosas rotas no piden perdón. Solo piden que alguien las mire sin miedo. Que alguien las elija, precisamente por lo que son.
Y esa taza me enseñó algo que nunca olvidé: que lo roto también puede ser refugio. Que lo imperfecto también puede ser hogar.
Hoy, cuando preparo mi café con canela, siempre busco la taza que tiene alguna pequeña marca. Alguna grieta. Alguna historia.
Porque sé que esas son las que más te necesitan. Y las que más te entienden.
— DMA / El Niño Canela
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