Hoy he despertado con el aroma de la canela más presente que nunca, como si el aire quisiera recordarme que no todo lo vivido se pierde, que algunas cosas regresan para acomodarse en el pecho con una suavidad inesperada. Hay días así: silenciosos, templados, casi antiguos. Días que huelen a cocina lenta, a historias que se remueven sin prisas.
Mientras caminaba por la ciudad, he reconocido rincones que parecían dormidos. La barbería que ya no existe, la vieja tienda de ultramarinos donde el tiempo se guardaba en tarros de cristal, y ese portal donde solía esperar a que alguien me prestara un poco de mundo. Uno crece, se endurece, trabaja, ama y se equivoca… pero siempre queda dentro un eco que nos llama por nuestro nombre de niño.
Hoy ese eco sonaba fuerte.
Quizá por eso me he sentado a escribir, para sostener un poco ese temblor que deja la memoria cuando vuelve sin avisar. Para recordarme que no estoy hecho solo de heridas, sino también de pequeños milagros: una canción de Los Secretos, una sobremesa tranquila, la mano de quien te quiere, el olor del hogar que uno aprende a construir cuando por fin tiene calma.
El Niño Canela me mira desde atrás, como preguntándose si he aprendido algo. Supongo que sí. Aprendí que la dignidad no se grita: se vive. Y que la felicidad, cuando llega, exige una casa abierta y un corazón humilde para recibirla.
Hoy no traigo grandes historias. Solo un pensamiento sencillo:
a veces basta una chispa de aroma para entender que seguimos aquí, de pie, y que el invierno también sabe abrazar.
DMA
.png)
No hay comentarios:
Publicar un comentario