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Hoy es 2 de noviembre, y mientras escribo estas líneas, el aire en mi casa huele a canela. No sé si es por el té que acabo de preparar, por el pan que dejé en el horno, o por ese recuerdo que se ha colado sin permiso en mi pecho. Pero está aquí, dulce, tibio, como si alguien me abrazara desde lejos.

Y pienso en él. En el niño que huele a canela.

No sé si lo conocí. Tal vez lo soñé. Tal vez lo inventé para llenar un hueco que no sabía que tenía. Pero cada vez que llega este día, lo siento cerca. Como si caminara a mi lado mientras enciendo una vela, mientras coloco una flor, mientras susurro un nombre que ya no se pronuncia en voz alta.

Ese niño, para mí, representa todo lo que no se olvida. Los abrazos que aún calientan, las risas que siguen resonando, los silencios que dicen más que mil palabras. Él es la memoria que no se apaga. El perfume de lo que fue y sigue siendo.

Hoy, mientras el mundo recuerda a sus muertos, yo celebro a los vivos que habitan en mi recuerdo. A los que me enseñaron a mirar el cielo, a los que me dejaron canciones, recetas, gestos. A los que me hicieron quien soy, aunque ya no estén.

Y si tú, que estás leyendo esto, también tienes un niño que huele a canela en tu vida —aunque sea solo en tu corazón—, cuídalo. Recuérdalo. Háblale. Porque el amor no muere. Solo cambia de forma.

Gracias por estar aquí. Gracias por leerme. Gracias por compartir este día conmigo.

Con todo mi cariño, DMA


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