Hay días en los que la cocina se parece a una partitura. Cada cuchara es una nota, cada aroma un acorde que se queda flotando en el aire. Hoy, mientras ponía a cocer un simple arroz con verduras, recordaba que la vida no necesita complicarse para ser sabrosa. Lo sencillo —un buen sofrito, un puñado de arroz, unas verduras frescas— puede convertirse en un festín si se cocina con calma.
Y entre vuelta y vuelta de la cuchara, sonaba una canción que me acompaña desde siempre. La música, igual que la comida, tiene ese poder extraño de abrir la puerta de los recuerdos. Te devuelve a una cocina pequeña de infancia, a la voz de alguien querido, a un instante que parecía olvidado.
El Niño Canela sabe que la vida se cuece a fuego lento, entre canciones que acarician y platos que reconcilian. Porque al final, todo lo importante cabe en una mesa compartida y en una melodía que sigue sonando, aunque la música se apague.

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