La primera impresión
Entrar en la Casa Sant Josep de Tarragona era como adentrarse en un mundo aparte, ajeno al ritmo de la ciudad que se extendía más allá de sus muros. El edificio imponía desde el primer instante: altos ventanales, pasillos largos, un eco constante de pasos que se mezclaba con voces apagadas. Allí no había lugar para la improvisación. Todo estaba marcado, todo tenía un orden.
Pero si hay una imagen que aún hoy me persigue, es la de las cristaleras antiguas que se encontraban a la entrada del comedor. Eran vidrios gruesos, teñidos en tonos verdes y dorados, desgastados por el tiempo y la humedad. Cuando el sol de Tarragona caía sobre ellas, la luz se filtraba como un río de color, dibujando mosaicos en el suelo. Yo, niño curioso, me quedaba fascinado, casi hipnotizado por esos reflejos que parecían abrir ventanas a otros mundos.
No podía mirar demasiado tiempo. Los educadores vigilaban y no permitían distracciones. Había que caminar en fila, con la cabeza erguida, hacia el comedor. Pero, aun así, esas cristaleras fueron para mí un secreto silencioso: un pequeño refugio en el que mi imaginación podía volar antes de entrar en el ritual diario de la comida.
El comedor era el corazón de la Casa Sant Josep. Mesas largas de madera, desgastadas por los años, se extendían como raíles interminables. A los lados, bancos que crujían cuando decenas de niños se sentaban al mismo tiempo. Allí se reunía la gran familia que no era familia, unida no por la sangre sino por el destino compartido.
Yo tenía, más de una vez, el encargo de preparar las mesas. Colocar platos de loza blanca, vasos de vidrio grueso, cubiertos alineados. No era una tarea menor: en ese gesto se escondía la enseñanza de la disciplina, del cuidado, de la igualdad. Después venía el momento que más me marcó: cortar el pan.
El pan llegaba en hogazas grandes, con una corteza dura que crujía al contacto del cuchillo. Me sentaba con aquella pieza enorme entre las manos y, con cuidado, iba cortando rebanada tras rebanada. Había que repartir justo: ni más para uno, ni menos para otro. Cada niño debía recibir su parte. Ese gesto repetido se convirtió en una especie de rito personal. El olor a pan recién cortado llenaba el comedor, mezclado con el murmullo creciente de voces que aguardaban.
Cuando todos estábamos sentados, reinaba un silencio que podía cortarse. Bastaba con que Mossèn Perfecte Cabré apareciera en la cabecera para que la algarabía se deshiciera como un soplo. Alto, con sotana oscura y gesto severo, imponía respeto con solo caminar entre las mesas. Levantaba la mano, bendecía los alimentos y entonces sí, se podía empezar a comer.
Los menús eran sencillos: sopas claras, guisos humildes de legumbres, a veces un trozo de carne o pescado, fruta de temporada. Los días de postre eran celebrados como fiestas. El comedor se llenaba del sonido de cucharas golpeando contra los platos, de risas contenidas, de niños que encontraban en esa comida compartida un respiro de comunidad.
La vida en la Casa Sant Josep estaba pautada hasta el mínimo detalle. El día comenzaba con el sonido de una campana, que nos arrancaba de los sueños para recordarnos que allí no había espacio para el descuido. Dormíamos en dormitorios colectivos, camas alineadas en filas perfectas. Al despertar, había que doblar la manta con precisión, dejar todo en orden. Después, la capilla: rezos, cantos, silencio obligatorio.
El colegio funcionaba dentro del propio centro. Allí aprendimos a leer, a escribir, a memorizar oraciones y a resolver problemas de matemáticas. Las clases eran austeras, pero se mezclaban con una firme intención educativa: formarnos, más allá de la tutela, para un futuro incierto.
Por la tarde llegaban los talleres: carpintería, zapatería, cerrajería, imprenta. El ruido de martillos, el olor de la madera recién cortada, el polvo de las virutas que se pegaban a la ropa… Todo era parte del aprendizaje. A veces se trabajaba más por obligación que por vocación, pero esas tareas nos dieron disciplina, paciencia y un sentido de oficio.
Mossèn Perfecte Cabré
La figura de Mossèn Perfecte estaba presente en cada rincón. Era severo, distante, pero también había en él una visión adelantada para su tiempo. Fue quien decidió eliminar los antiguos uniformes, cerrar las celdas de castigo y apostar por un modelo más humano. Bajo su dirección se construyeron instalaciones que hicieron de la Casa un lugar más habitable: una piscina, una sala de música, un gimnasio, incluso un cine.
Recuerdo el verano en la piscina como un paréntesis de alegría. El agua fría borraba por un momento la sensación de encierro. En el cine vimos películas que, aunque antiguas, nos parecían una ventana al mundo. En la sala de música se aprendía a cantar, aunque las voces desafinadas terminaran en risas.
Mossèn Perfecte no era un hombre de gestos afectuosos, pero sabía que los niños necesitábamos más que disciplina: necesitábamos cultura, deporte, arte. Ese contraste lo hacía enigmático: un director duro, pero con la intuición de que la humanidad no podía borrarse.
La Casa Sant Josep era un lugar de contrastes. Por un lado, la rigidez de las normas, la vigilancia constante, la sensación de vivir bajo una autoridad inflexible. Por otro, los pequeños momentos de libertad: una carcajada compartida en el comedor, una travesura en los pasillos, el brillo de las cristaleras verdes que me recordaban que el mundo podía ser más bello de lo que parecía
En esas mesas largas aprendí a compartir. En los talleres descubrí el valor del esfuerzo. En la disciplina entendí que la vida podía ser dura, pero también justa.
Una generación marcada
Con el tiempo, la Casa Sant Josep cambió. La Generalitat asumió las competencias, llegaron los CRAE, la educación se modernizó. Pero quienes pasamos allí nuestra infancia durante la época de Mossèn Perfecte Cabré llevamos su huella para siempre.
Las cristaleras verdes, el pan partido en rebanadas justas, las mesas largas donde todos éramos iguales, la piscina de verano, las oraciones en la capilla… Todo ello forma parte de mi memoria más íntima. No fueron años fáciles, pero me enseñaron la fuerza de la disciplina y el valor de la comunidad.
La Casa Sant Josep fue, para mí, un lugar donde convivieron la dureza y la esperanza. Un lugar donde aprendí que incluso en los espacios más rígidos se pueden encontrar pequeñas luces de humanidad. Y en esas luces, como en las cristaleras verdes, descubrí que siempre hay un resquicio por donde entra la belleza, incluso en medio del dolor.
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