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Cuando el frío vuelve a la mesa



Hay días en los que el cuerpo pide poco y el alma pide mucho. Días en los que el frío no solo se cuela por las mangas, sino que se instala dentro y obliga a buscar refugio en lo conocido. En esos días, la memoria se convierte en cocina y el recuerdo en plato caliente.

El invierno siempre ha sido tiempo de volver a lo esencial. A la mesa compartida, al fuego lento, a los gestos repetidos sin prisa. No hacía falta hablar demasiado: bastaba con servir, sentarse y dejar que el vapor hiciera su trabajo. El olor lo decía todo. Era hogar, aunque no siempre hubiese una casa perfecta alrededor.

El Niño que huele a canela aprendió pronto que la dignidad también se cocina. Que un plato sencillo puede sostener una vida entera. Que dar de comer —aunque sea un cuenco humilde— es una forma antigua y silenciosa de cuidar a los demás. Y de cuidarse uno mismo.

Hoy, cuando todo parece correr más de la cuenta, conviene detenerse un instante. Recordar que no todo debe ser nuevo, ni brillante, ni inmediato. Hay cosas que funcionan porque siempre se han hecho así. Porque resisten el tiempo y el ruido.

Este blog no es una prisa. Es una pausa. Un lugar donde sentarse un momento, respirar hondo y recordar que todavía existen los sabores que abrigan, las palabras que no gritan y las historias que se cuentan despacio.

Hoy no hace falta más. Con eso basta.

DMA

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