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LA SAL JUSTA




Siempre me dijeron que cocinaba soso. Que me faltaba sal. Que me pasaba de prudente. Y puede que fuera verdad. Durante años medí la sal como si cada grano costara una disculpa. Como si un exceso de sabor pudiera delatarme. Había algo en mí que temía ser demasiado. Demasiado fuerte. Demasiado claro. Demasiado yo.

Cocinaba con miedo a pasarme. No solo de sal. También de palabras, de afecto, de gestos. Medía todo: los abrazos, las opiniones, los silencios. Como si mi existencia tuviera que caber en cucharillas. Y sin embargo, con el tiempo, entendí que hay cosas que no se deben medir con miedo.

Un día, sin pensarlo, eché sal con la mano abierta. A puñados. Como había visto hacer a  TERESA y SUSI Sin calcular. Sin pesar. Sin disculparme. Y el guiso salió mejor. No perfecto. No increíble. Solo mejor. Más vivo. Más yo.

Desde entonces no uso salero. Cojo la sal con los dedos. La dejo caer como quien deja caer una decisión firme. Y si alguna vez me paso, lo asumo.

DMA 

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