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El nombre que aprendí a decir en voz baja

Hay amores que no piden permiso. No hacen ruido. No se anuncian.
Este es el recuerdo de uno de ellos: limpio, silencioso y verdadero.
Una historia sobre aprender a habitarse cuando aún no existen palabras.



El nombre que aprendí a decir en voz baja

Hay recuerdos que no regresan como imágenes, sino como olores.
El mío vuelve siempre con la canela.

No sé cuándo empezó exactamente. Tal vez fue una tarde cualquiera, de esas que no se anotan en ningún calendario. Yo era un niño todavía, o eso creía. Llevaba los bolsillos llenos de migas, los zapatos gastados y una forma torpe de mirar el mundo. No sabía casi nada, pero ya empezaba a intuirlo todo.

Él se sentaba a mi lado sin pedir permiso. Nunca lo hizo. Compartíamos el banco de siempre, la sombra justa, el silencio necesario. Hablábamos poco. No hacía falta. A veces bastaba con mirarnos para saber que el otro estaba ahí, sin condiciones.

Recuerdo sus manos. No porque las tocara, sino porque aprendí a medir la distancia entre las suyas y las mías. Un centímetro podía ser un abismo. Un descuido, una revelación.

En aquel tiempo nadie nos había explicado que había nombres para lo que sentíamos. Nadie nos dijo que el amor podía presentarse así, sin alboroto, sin fuegos artificiales, sin permiso. Yo solo sabía que, cuando se acercaba, el mundo se ordenaba un poco mejor. Que el ruido se apagaba. Que mi respiración encontraba sitio.

Olía a canela incluso entonces. A pan caliente, a cosas hechas despacio. No porque alguien me lo dijera, sino porque así lo sentía en el cuerpo. La canela fue siempre mi manera de entender que algo era verdadero.

Nunca hablamos de lo que pasaba entre nosotros. No porque no quisiéramos, sino porque no sabíamos cómo hacerlo. Las palabras no estaban a nuestra altura todavía. Y quizás tampoco lo necesitábamos. Había una dignidad profunda en aquel silencio compartido.

Una tarde nuestras manos se rozaron por error. O eso fingimos. Nadie retiró la suya de inmediato. No hubo sobresalto. Solo una certeza breve, clara, limpia. Como si el corazón hubiese dicho: es esto. Y ya está.

Después vino la vida. Siempre viene. Con sus prisas, sus miedos heredados, sus instrucciones no escritas. Yo aprendí a callar lo que sentía. A doblarlo con cuidado y guardarlo en el cajón más hondo. Él también. Nos separamos sin drama, como se separan los caminos que nunca prometieron nada en voz alta.

Durante años pensé que aquello había sido una confusión. Un error tierno. Una etapa. Me lo dijeron sin decirlo. Me lo repetí sin creerlo del todo.

Hoy, desde este lado del tiempo, lo entiendo mejor.

No fue un error. Fue un aprendizaje.
No fue una carencia. Fue una forma de amar.
No fue vergüenza. Fue falta de palabras.

Aquel niño que olía a canela ya sabía amar. Lo hacía con cuidado, con respeto, con una verdad que no necesitaba testigos. Solo necesitaba tiempo.

Ahora puedo decir su nombre sin miedo. No el suyo —que ya no importa—, sino el del sentimiento. Amor. Así, sin adjetivos. Sin explicaciones.

Cuando cierro los ojos todavía lo veo sentado a mi lado. No me reprocha nada. Sonríe. Sabe que he llegado hasta aquí. Sabe que ya no me escondo de mí mismo.

La canela sigue conmigo.
Siempre estuvo.
Como una promesa cumplida en silencio.

Gracias por leer despacio.
Si esta historia te ha tocado, quizá no sea casualidad.

Aquí seguimos, escribiendo a fuego lento.

— El Niño Canela
Firma: DMA


Cuando el año se apaga y la música sabe a memoria


Hay canciones que no pasan.
No porque suenen en la radio, ni porque vuelvan de moda, sino porque se quedan a vivir dentro.
Cuando el año se acerca a su final y todo parece exigir balances, propósitos y fuegos artificiales, el Niño Canela prefiere bajar el volumen del mundo y subir el de la memoria.

En estas fechas, la música no es ruido de fondo. Es refugio.

Hay noches de diciembre que piden silencio, una luz tenue y una canción bien elegida. Y entonces aparecen ellos, como lo han hecho siempre: Los Secretos y Mecano. No como nostalgia impostada, sino como verdad. Como esas voces que no explican nada, pero lo dicen todo.

Los Secretos no cantaban para impresionar. Cantaban para sobrevivir.
Sus canciones tienen algo de conversación a media voz, de confesión que no se hace mirando a los ojos. Déjame, Pero a tu lado, Ojos de gata… No envejecen porque nunca fueron jóvenes del todo. Siempre fueron adultas, siempre fueron sinceras. Son canciones que entienden el cansancio, la pérdida, el amor que no sale bien y aun así merece la pena.

Y Mecano… Mecano es otra cosa.
Es la prueba de que se puede ser elegante sin ser frío, popular sin ser vulgar, profundo sin levantar la voz. Hijo de la luna, Un año más, Cruz de navajas. Mecano supo poner palabras a lo que muchos no sabían decir. Supo contar historias cuando todavía no se hablaba de storytelling. Supo mirar la vida con una mezcla perfecta de ingenuidad y lucidez.

Cuando suena Un año más, algo


se recoloca por dentro.
Porque no habla de promesas grandilocuentes, sino de la realidad: mesas llenas, copas a medio beber, abrazos que a veces sobran y a veces faltan. Es una canción que no idealiza el cambio de calendario. Lo observa. Y eso, hoy, es un lujo.

El Niño Canela no entiende el fin de año como un borrón y cuenta nueva.
Lo entiende como un punto y seguido. Como una pausa para respirar, no para fingir que todo empieza de cero. La vida no funciona así. La vida se cuece a fuego lento, arrastra heridas, conserva alegrías pequeñas y aprende —si tiene suerte— a perdonar.

Por eso esta música importa.
Porque no empuja. Acompaña.
Porque no grita. Susurra.
Porque no exige felicidad. Permite estar como uno está.

Hay quien celebra el fin de año rodeado de ruido. El Niño Canela lo hace rodeado de canciones. Con recuerdos que no pesan, aunque duelan. Con la certeza de que lo vivido no se tira a la basura solo porque cambie el número del calendario.

Escuchar a Los Secretos o a Mecano en estas fechas es un acto casi revolucionario. Es decirle al mundo que no todo tiene que ser nuevo para ser valioso. Que el pasado no siempre es una carga; a veces es una brújula. Que hay cosas que se hicieron bien y no necesitan ser corregidas.

El Niño Canela levanta la copa —sin prisa, sin estridencias— por quienes siguen aquí, por quienes ya no están y por quienes todavía no saben que llegarán. Brinda por la música que le salvó cuando no había palabras, por las canciones que siguen sabiendo a casa, por los finales de año que no prometen nada pero lo significan todo.

Y cuando el reloj marque la medianoche, no pedirá doce deseos.
Le basta con uno:
seguir escuchando música que diga la verdad.

Porque mientras existan canciones así,
todavía hay esperanza.

DECISIONES


Hay momentos en los que la vida no pide grandes decisiones, sino algo mucho más sencillo y, a la vez, más difícil: parar.

No detenerse por miedo, ni por cansancio del alma, sino parar con conciencia. Escuchar el propio ritmo. Respetar los silencios. Entender que no todo se construye avanzando deprisa, y que también hay caminos que se recorren quedándose quieto un instante.

Empieza ahora una temporada de descanso. Un tiempo sin ruido, sin exigencias innecesarias, sin prisas por llegar a ningún sitio. Un tiempo para cuidarme y para ordenar lo que de verdad importa, sin dar explicaciones y sin dramatismos, como se han hecho siempre las cosas cuando se hacen bien.

El Niño Canela no desaparece. No se apaga. No se rompe.
Sigue aquí.

Quizá escribe menos, quizá observa más. Quizá cambia el modo, pero no la esencia. Porque lo que nace de verdad no entiende de pausas como finales, sino como parte natural del proceso. Igual que el fuego lento necesita tiempo para dar sabor, hay momentos en los que bajar la llama es también una forma de seguir cocinando la vida.

Este espacio continuará habitado por palabras honestas, recuerdos que pesan lo justo y pensamientos que llegan cuando deben llegar. Sin forzar nada. Sin prometer más de lo que toca. Con respeto por el camino recorrido y por el que aún queda.

Gracias a quienes acompañáis incluso cuando el ritmo cambia.
Gracias por entender que el silencio también comunica.
Gracias por permanecer.

Seguimos.
A nuestra manera.
A fuego lento, como siempre.

El Niño Canela
DMA

Domingo. A fuego lento.



Los domingos no están hechos para correr.
Están hechos para escuchar el silencio, para ordenar los recuerdos con cuidado y para dejar que el tiempo haga su trabajo sin prisas.

El Niño que huele a canela aprendió pronto que no todo se cocina a fuego fuerte. Hay días —como hoy— en los que la vida pide pausa, respeto y una mirada limpia hacia dentro. No es rendirse; es entender el ritmo natural de las cosas, como hacían antes nuestros mayores, cuando el domingo era casi sagrado.

Hoy es un día para aceptar lo que hay. Para agradecer lo que permanece. Para no exigirle al cuerpo ni al alma más de lo que pueden dar. El descanso también es una forma de valentía.

Que este domingo sea un lugar seguro.
Que sea una mesa sencilla, una ventana abierta, una canción antigua sonando bajito.
Que sea canela: discreta, cálida, honesta.

Mañana ya vendrá con sus obligaciones.
Hoy basta con estar.

Con respeto.
Con memoria.
Con calma.

DMA
El Niño que huele a canela

Queridos lectores del Niño Canela:



Hay silencios que no nacen del olvido, sino del cuidado.
Este es uno de ellos.

En las últimas semanas mi cuerpo me ha pedido bajar el ritmo, escuchar con humildad y aceptar que incluso quienes vivimos del fuego lento necesitamos, a veces, apagar los fogones para no quemarnos por dentro. Por motivos de salud, haré un pequeño parón. No es una despedida, es una pausa consciente. De esas que se toman para volver con sentido, con verdad y con fuerzas renovadas.

La Navidad siempre ha sido tiempo de recogimiento, de mirar atrás con respeto y agradecer lo vivido. También de pensar en lo que viene. Yo lo hago desde la calma, rodeado de palabras, recuerdos y ese aroma a canela que nunca se va del todo. Ese que nos recuerda quiénes somos cuando todo se detiene.

Quiero aprovechar estas fechas para daros las gracias. Gracias por leer, por acompañar, por sostener este universo hecho de memoria, cocina, cicatrices y afecto. Nada de esto tendría sentido sin vosotros al otro lado.

Y porque regalar no siempre es comprar, sino compartir algo que nace de dentro, sigo creyendo en los regalos con alma:
un libro leído despacio,
una historia que abriga,
una receta heredada,
un detalle pensado para quien aprecia lo auténtico.

El mundo del Niño Canela nació precisamente para eso: para regalar tiempo, palabras y emociones honestas. Si estos días alguien pregunta qué regalar, recordad que un libro no ocupa espacio: ocupa memoria.

Os deseo unas Navidades serenas, sin ruido innecesario, con mesas sencillas y conversaciones verdaderas. Yo estaré cuidándome, escribiendo en silencio, preparando lo que vendrá… porque vendrá.

Nos reencontraremos pronto.
Con más calma.
Con más verdad.
Como siempre se han hecho bien las cosas: despacio.

Con gratitud y respeto,

DMA
El Niño Canela

El nombre que aprendí a decir en voz baja

Hay amores que no piden permiso. No hacen ruido. No se anuncian. Este es el recuerdo de uno de ellos: limpio, silencioso y verdadero. Una ...