Hay días en los que la memoria se enciende como una vela antigua. Basta un aroma, una canción o incluso el rumor del viento para que lo que parecía olvidado regrese con fuerza.
Hoy el niño que huele a canela nos recuerda que la vida está hecha de pequeñas cosas: el café que se enfría en la mesa, una carta guardada en un cajón, el abrazo que llega sin ser esperado. No necesitamos grandes gestos para sentirnos vivos; basta con detenernos un instante y agradecer lo sencillo.
En un mundo que corre demasiado, él camina despacio. Se detiene, escucha, y nos enseña que lo importante siempre cabe en un susurro: la risa de los nuestros, el pan recién hecho, el perfume del pasado que aún habita en nuestra piel.
Quizá esa sea la verdadera herencia: aprender a vivir con calma, con respeto, con perdón. Y, sobre todo, con la certeza de que cada día ofrece una nueva oportunidad para empezar de nuevo.

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