Las mañanas que huelen a pan
Hoy, el aire huele a pan recién hecho. No sé si es por la pequeña panadería de la esquina o porque mi memoria ha decidido abrir las ventanas de un recuerdo que guardaba doblado, como esas cartas que uno no envía pero relee de vez en cuando.
Recuerdo cuando, de niño, me despertaba antes que el sol. La casa todavía dormía y yo me asomaba a la ventana, buscando alguna señal de que el día ya había empezado para alguien. Siempre había una vecina que, con su bata de flores, salía al patio a tender la ropa. Y yo, desde arriba, pensaba que ella sabía un secreto que yo desconocía: que madrugar es como robarle minutos a la tristeza.
Hoy, mientras me preparo un café, dejo que el aroma del pan me envuelva. Me gusta pensar que hay cosas que, por más años que pasen, no cambian. Como la forma en la que una hogaza caliente entre las manos puede hacerte sentir en casa, aunque no sea la tuya.
Corto una rebanada, la unto con un poco de mantequilla y dejo que se derrita lentamente. Afuera, el mundo sigue con su prisa de lunes, pero aquí dentro el tiempo es lento, amable, como si supiera que necesito quedarme un rato más en esta escena.
Y mientras mastico despacio, pienso en todas las personas que, de una manera u otra, forman parte de este momento: quien amasó la masa, quien encendió el horno, quien plantó el trigo. Todo está conectado por hilos in
visibles que, si cierras los ojos, puedes sentir.
Hoy no voy a correr. Voy a quedarme aquí, con mi café, mi pan y la certeza de que las cosas simples son las que más nos salvan. Y si cierro un momento los ojos, quizás escuche, muy bajito, una canción que siempre me acompaña…

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